La máxima es esquivar la franja horaria entre las 11:00 y las 15:00
Qué es el turismo masivo y cómo afecta a la población local
Cuando estamos de vacaciones y llega el momento de la visita de rigor a ‘ese’ lugar turístico tan esperado, existen muchas variables que pueden hacer que un rato sublime se convierta en algo insoportable. Uno de esos elementos, que a menudo se subestiman, es la hora elegida para acudir al punto en cuestión.
En un mundo en el que el turismo globalizado ha convertido enclaves icónicos en flujos de masas, elegir el momento perfecto del día para disfrutar de una ciudad, un monumento o un paraje natural se ha convertido en un arte que exige no solo información, sino también intuición, estrategia y sensibilidad climática.
Esquivando la masificación turística
La franja horaria que se sitúa entre las 11:00 y las 15:00 se ha consolidado como el epicentro del turismo masivo. Es en ese intervalo cuando confluyen el mayor número de visitantes de excursiones organizadas, los viajeros sin cita cerrada y los horarios de apertura más convencionales.
Paradójicamente, este horario coincide también con el pico térmico del día en buena parte del hemisferio norte, especialmente durante los meses estivales, cuando el pavimento arde, la sombra escasea y la fatiga amenaza con sepultar cualquier propósito contemplativo. Todos estos elementos contribuyen a una fórmula letal con máximo calor y máxima afluencia, para disfrutar de una experiencia mucho menos que óptima.
Por el contrario, los extremos del día, es decir al amanecer y con la puesta de sol, permiten disfrutar de condiciones radicalmente opuestas, con una atmósfera más silenciosa, luz más suave y aire respirable. Son muchos los expertos que defienden esta franja, y especialmente la llamada “hora dorada” como el mejor momento no solo para la fotografía, sino para la percepción emocional de los espacios. Las sombras alargadas, los colores saturados y la reducción del ruido hacen que lugares manidos por la sobreexposición, como puede ser la Alhambra, el Coliseo o el Sacré-Cœur, recobren una suerte de sacralidad que en otros momentos del día puede parecer perdida.
Mirando al termómetro
Esta franja óptima para visitar lugares turísticos no es solo favorable en cuanto a factores humanos, sino que también lo es desde una perspectiva climática y logística. En ciudades como Florencia, donde las temperaturas estivales pueden superar con facilidad los 32 °C, las mejores horas para visitar lugares abiertos como la Piazza della Signoria o el Ponte Vecchio son las primeras del día y las últimas de la tarde. Los guías de la ciudad lo refrendan, apuntando a los tramos entre las 7:00 y las 10:30, y entre las 17:00 y las 20:00, como los más recomendables, tanto por luz como por densidad de público.
Una situación similar se constata en el parque histórico Puy du Fou España, en Toledo. Quienes asisten a los espectáculos diurnos sin prever la intensidad del sol suelen terminar refugiándose entre bastidores o en zonas de sombra artificial, perdiendose parte del encanto escenográfico. Por ello, los espectáculos nocturnos o de última hora de la tarde no solo son más llevaderos desde el punto de vista térmico, sino también más sugerentes desde el plano sensorial.

Una norma aplicable a todos los destinos
Sin embargo, debemos ser conscientes de que esta regla no es aplicable solo a destinos mediterráneos. En latitudes desérticas como Egipto o Dubai, la planificación horaria deja de ser un capricho, o una preferencia, para ser directamente una cuestión de supervivencia. Las guías oficiales recomiendan visitar las pirámides de Giza o el Dubai Frame antes de las 9:00 o después de las 17:00, cuando el sol aún no ha alcanzado o ya ha rebasado su cenit, y el turismo organizado ha empezado a disiparse. Incluso en destinos urbanos como Los Ángeles o Nueva York, el turismo local prefiere el ritmo vespertino: menos multitudes, más vida real.
La clave está en entender cada destino que visitamos como si se tratara de una suerte de organismo vivo, con ciclos propios y patrones de conducta. La “masa turística” funciona como un flujo que obedece a rutinas repetidas, previsibles y, por tanto, evitables. A diferencia del viajero espontáneo, que se deja arrastrar por el oleaje de la multitud, un viajero informado navega entre las grietas del sistema: madruga cuando otros duermen, descansa cuando otros colapsan, y aprovecha los momentos de calma cuando la mayoría ya ha desistido.
Esta forma de viajar exige, no obstante, renuncias. Implica despertarse antes del amanecer o posponer la cena hasta bien entrada la noche. Exige también una capacidad de observación y de escucha del entorno, un respeto por el ritmo natural del lugar que se visita. Porque evitar el sol abrasador y las aglomeraciones no es solo una cuestión de comodidad, sino también una forma de devolver al viaje su dimensión más humana: la del asombro, la pausa, la mirada.


