Entre ruinas y minas antipersona: así viven los vecinos del pueblo liberado de Kamianka, Ucrania

Los pocos vecinos que se han quedado se enfrentan a diario a un peligro que les acecha en silencio: las minas antipersona
Han pasado más de tres años desde que el pueblo de Kamianka fuera ocupado por los rusos y posteriormente liberado
Hubo un día en el que Kamianka respiraba vida. Sus huertos fueron fértiles. La escuela olía a plastilina fresca. Hasta que guerra les arrebató todo. Han pasado más de tres años desde que el pueblo de Kamianka fuera ocupado por los rusos. Ucrania lo liberó a los seis meses, pero las huellas de aquellos días de ocupación permanecen casi intactas. Las batallas cesaron, pero no el miedo. Los pocos vecinos que se han quedado se enfrentan a diario a un peligro que les acecha en silencio: las minas antipersona. Ucrania es uno de los países más afectados desde la II guerra mundial. No hay cifras exactas, pero se estima que fueron colocadas dos millones de minas terrestres. La limpieza tardará décadas, si acaso se consigue. Mientras la población sufre sus consecuencias.
Dyma revive con desgarro aquellos días mientras pasea entre las ruinas de lo que fue el auditorio: “Esto es todo lo que ha quedado del centro cultural. Aquí estaba la sala de conciertos. Veníamos con los abuelos. Era maravilloso”, recuerda apenado. Pero ya no suenan aplausos. Solo el eco del silencio. Dyma escarba entre los escombros, donde la dicha del pasado convive con la tragedia.
Apenas quedan ya una decena de vecinos, unos 80 de 1.200. Muchos huyeron. Muchos murieron. Kamianka fue liberado, pero a la libertad le cuesta abrirse paso. El peligro acecha. Todo el pueblo está minado. Vasyl y Tatiena sobrevivieron al asedio ruso. Pero la pesadilla no terminó entonces. Al poco, ambos perdieron una pierna al toparse en el camino con una mina “pétalo”: “Ocurrió en mi cumpleaños. Jamás olvidaré ese día”, confiesa Tetiana.
Son las huellas de un horror, cuentan, que abrió cicatrices no solo físicas que ni el tiempo es capaz de sanar. Olexander trabajaba de voluntario desminando la tierra y una de ellas le explotó: “Casi muero desangrado, pero me salvaron. Quedé discapacitado. Vivo encerrado entre estas cuatro paredes”, revela mientras se palpa la cicatriz que le atraviesa prácticamente todo el muslo.
Su hijo recuerda el momento en el que todo ocurrió. “Estaba jugando a las cartas con mi abuela y escuché las explosiones. ¡Bam, bam, bam!, no sé por qué, pero en ese momento supe que era mi padre. Fue una intuición”, cuenta. El recuerdo duele, pero Olexander y Artemis encuentran se tienen el uno al otro….y a la música. Artemis sueña con ser pianista algún día.
Artemis, Igor y Maxim son los únicos niños de Kamianka. Su madre Tetiana no les quita ojo durante el paseo. “A menudo tenemos charlas. les explico que no pueden recoger nada del suelo. Que solo está permitido jugar en el patio de casa”. Los gemelos no conocen otra realidad más allá de la guerra y reconocen que cuando un dron vuela o hay explosión “da mucho miedo”. Una infancia confinada en un pequeño perímetro, que anhela volar libre.
