Pueblos

Así ha resurgido Lanuza, el pueblo abandonado en los años 70 en Aragón

Lanuza y el embalse de los Pirineos al fondo
Lanuza y su embalse al fondo. Ayuntamiento de Lanuza
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Enclavado en el corazón del Valle de Tena, a orillas del embalse que casi lo engulló por completo, Lanuza es hoy un ejemplo vivo de cómo un pueblo puede resurgir de la expropiación, el silencio y el abandono. Lo que en los años 70 se pensó que desaparecería bajo las aguas del pantano que lleva su nombre, ha acabado siendo uno de los grandes símbolos de la resistencia rural y de la recuperación patrimonial en España.

El pantano que lo cambió todo

En 1976, el Estado aprobó la construcción del embalse de Lanuza como parte del sistema hidráulico de regulación del río Gállego. El proyecto preveía que el agua alcanzaría niveles que harían inviable la permanencia del pueblo, y se procedió a la expropiación forzosa de terrenos, viviendas y pastos, lo que implicó la evacuación de sus cerca de 200 habitantes. En 1978, Lanuza quedó oficialmente deshabitado y, durante décadas, fue considerado uno más entre los numerosos pueblos fantasmas de la España interior.

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Sin embargo, las aguas no llegaron tan alto como se había proyectado. Las casas más elevadas, el antiguo caserío y buena parte del casco urbano quedaron a salvo, pero ya nadie vivía allí. La combinación de la pérdida de derechos, la falta de servicios básicos y la desidia institucional convirtió a Lanuza en una postal detenida en el tiempo.

El inicio de la resistencia: memoria y ladrillos

Fue en los años 90 cuando algo empezó a cambiar. Un grupo de antiguos vecinos, descendientes y simpatizantes del pueblo inició un proceso de reivindicación que, más allá del simbolismo, tuvo consecuencias tangibles: compraron los terrenos que aún eran propiedad del Estado, rehabilitaron viviendas, reconstruyeron infraestructuras y consiguieron algo sin precedentes: recuperar el derecho a vivir en un pueblo expropiado por una obra pública.

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Este proceso, que fue lento y complejo, culminó con la reapertura de la iglesia, la restauración de caminos y la vuelta de la vida cotidiana a sus calles. Al final, Lanuza fue reconstruido piedra a piedra por sus antiguos habitantes.

Del abandono a la revitalización turística

Hoy, Lanuza es un pequeño pero activo núcleo con casas de piedra, tejados de pizarra y calles empedradas que combinan la estética tradicional del Pirineo con una oferta turística sostenible. Su recuperación no solo ha sido demográfica, sino también cultural y económica. Gracias a su privilegiada ubicación a orillas del embalse, se ha convertido en un reclamo para visitantes que buscan naturaleza, historia y tranquilidad.

Entre sus principales atractivos está el Festival Pirineos Sur, que desde 1992 se celebra cada verano en un escenario flotante sobre las aguas del pantano, frente al pueblo. Este evento, que fusiona músicas del mundo y actividades culturales, ha atraído a decenas de miles de visitantes y ha sido crucial en la proyección internacional de Lanuza como icono cultural aragonés.

Lanuza, en Huesca

Pero más allá del turismo, el pueblo ha recuperado parte de su identidad perdida. La iglesia de El Salvador, originaria del siglo XIX, ha sido restaurada y reabierta al culto y a las visitas. En su interior se conserva un relicario de plata del siglo XVI con restos de Santa Quiteria, patrona del lugar. También se ha recuperado la danza del “palotiau”, de origen pastoril, que durante décadas se interpretaba en las fiestas patronales y que hoy vuelve a celebrarse cada verano.

Lanuza no solo es el nombre de un pueblo. También lo es de una de las familias más influyentes del Aragón medieval y moderno. Entre sus miembros más destacados figura Juan de Lanuza V, Justicia de Aragón, ejecutado por orden de Felipe II en 1591 durante las Alteraciones de Aragón, lo que lo convirtió en símbolo del fuerismo aragonés.

Un símbolo de la España que resiste

En un país donde la despoblación ha devorado cientos de núcleos rurales, Lanuza representa una rara excepción. Su recuperación ha sido posible por el esfuerzo colectivo, la voluntad política municipal (en especial del Ayuntamiento de Sallent de Gállego, al que pertenece) y la conjunción entre herederos de la memoria local y nuevas generaciones atraídas por un modelo de vida sostenible.

El pueblo no tiene apenas servicios públicos, ni supermercado, ni centro médico, pero sí tiene alma. Una comunidad activa que vive allí todo el año, una segunda residencia para decenas de familias y una infraestructura turística respetuosa con el entorno. El reto ahora es mantener ese equilibrio sin perder la autenticidad ni sucumbir a la turistificación que ha vaciado otros pueblos pirenaicos.

El caso de Lanuza demuestra que la despoblación no es irreversible y que, con planificación, compromiso ciudadano y respeto por el patrimonio, es posible darle una segunda vida incluso a lugares condenados por el desarrollo hidráulico del siglo XX. Lejos de ser un decorado vacío, es hoy un pueblo vivo que ha hecho de la resistencia su bandera.