La caravana, los collados y por fin El Reino del Mustang (2 de 3)

cuatro 11/11/2009 13:34

Han venido hace tres meses desde Katmandú, en busca de unas semillas diminutas que dicen que tienen virtudes afrodisíacas milagrosas y que son muy cotizadas en el mercado chino. Un kilo vale ¡1.200.000 rupias! Han venido en busca de esta planta, como antiguamente hacían los buscadores de oro, que perseguían quimeras y morían por el camino. A estos chicos posiblemente los han engañado. En las aldeas no les dejan coger ni una sola semilla. Son muy escasas y valiosas para compartirlas con gente de fuera. Los pueblos del alto Dolpo se unen para buscarlas y venderlas ellos, y no dejan que nadie se atreva a quitárselas. Es lo más valioso que ofrece aquí la tierra y es un verdadero tesoro. Por esta razón estos jóvenes nepalíes son expulsados de las aldeas. Han gastado el poco dinero que tenían en comprar comida y ahora vagan como ánimas en pena, de regreso a Katmandú, caminando sin nada, sólo con sus harapos, por collados de hasta 5.600 metros de altura cargados de nieve, hielo y temperaturas que descienden hasta los -25º bajo cero. Su aspecto es el de la muerte.

Les ayudamos a fabricar un tendejón con nuestras lonas y un paravientos de piedras. Les hacemos cena y les damos leche para el niño. Les damos dinero, fuego, una hoguera, bebidas, ropa, en fin, hacemos todo lo posible por ellos…

Pasan una noche más o menos digna y por la mañana ni se despiden, no hablan, no hacen ruido, se van, simplemente se van, sin nada, sólo caminan con la vista perdida en el horizonte, casi sin rumbo.

Nosotros tardamos dos horas más en ponernos en marcha, hasta cargar los salvajes yaks, y los alcanzamos en plena subida al collado de 5.150 metros. Tampoco saludan, ni hablan, ni piden nada, sólo se arrastran por la nieve. El día es frío, ventoso, y con sus ropas no pueden llegar muy lejos. El niño llora casi sin fuerza. Le ponemos guantes, lo atamos bien a la espalda de su padre para que no se le caiga. Tienen una dejadez absoluta. Le ponemos al niño dos mantas que tenemos por encima. Ahora, al menos, el niño parece entrar en calor y consigue dormirse. Pero, ¡Dios mío!, es un niño de apenas un año a 5.150 metros de altura.

Les ayudamos al máximo, pero no tienen energía. Les recomendamos que se den la vuelta, pero ¿para qué? Responden “nadie nos quiere, no tenemos dinero y el invierno estará aquí en pocos días y moriremos, así que intentaremos salir del alto Dolpo aunque sea un suicidio”. Los acompañamos, les ayudamos, hasta que nos separamos porque nosotros nos dirigimos hacia otro collado aun más alto…

Nos damos cuenta que hay muchísima nieve, más de la que imaginábamos. Hace un frío y viento intenso, y descender por la ruta normal de bajada del collado es peligrosísimo según nos dicen los yakeros y sherpas. Es una bajada muy encañonada donde constantemente se desprenden mortíferas avalanchas de nieve y rocas. Hace dos años murieron 13 personas en estos pasos. Lo vemos claramente. Hay que remontar más arriba, lo más arriba posible para librarnos de las avalanchas. La ruta es durísima ahora, serán cinco collados en total: dos de 5.150 metros, otros dos de 5.250 metros, y uno brutal de 5.600 metros. Además caminaremos un total de 33 kilómetros, y siempre por encima de los 5.000 metros, abriendo huella en la profunda nieve.

A los nepalíes esta ruta les parece imposible. Quieren descender por la ruta expuesta, intentamos convencerlos, les gritamos, les tachamos de locos, les prometemos toda la ayuda hasta que consigamos pasar todos, pero no escuchan, sólo caminan con sus harapos hacia otro rumbo diferente al nuestro. Los sherpas se cabrean para hacerles entrar en razón. Pero no hay nada que hacer. Sólo caminan, agachan la cabeza y deciden ir hacia la ruta expuesta.

Ya nada se puede hacer. Mete miedo mirar hacia la garganta a la que se dirigen. Hay decenas de avalanchas por todas partes y será muy difícil que sobrevivan solos, sin casi nada, por esa temeraria ruta. Nos quedamos sentados en la nieve, helados de frío y con el alma helada de ver cómo unos jóvenes nepalíes y un bebé se dirigen hacia la muerte. Los sherpas murmuran por lo bajo: “buena reencarnación”. Lo tienen claro: no pueden sobre vivir en esas condiciones y por esa ruta maldita.

Abatidos, seguimos nuestro rumbo opuesto al de ellos. Nosotros continuamos hacia arriba, con los yaks. A mí también me parece imposible que consigamos atravesar los cuatro collados que nos faltan con estas bestias, que tendrán literalmente que escalar laderas de 60º de nieve y hielo. Miro una vez más atrás y grabo a los nepalíes, que caminan en línea recta, no hablan, saben que nada bueno les espera, pero han decidido ese destino. Aquí sólo sobreviven los más duros, los más adaptados. No hay lugar para el error y ellos están muy lejos de poseer estas cualidades. Son de ciudad, de Katmandú, y todos pensamos que allí quedaran para siempre. El Himalaya será su tumba… (continuará)