El último entierro de Muhammad Ali

Mario Moros 10/06/2016 06:30

Tenía en la lengua tanta dinamita como en los puños. Y eso que en un combate contra Ali lo más probable es que quedases segundo. Así ocurrió en 56 de los 61 que disputó como profesional. 37 por la vía del cloroformo.

Cuentan que un periodista preguntó una vez al peso pesado Larry Holmes (que lloró, dicen, de pena al derrotar a un ya crepuscular Ali en el 81) si era duro ser negro. El púgil afroamericano respondió: "Es duro ser negro, sí. Recuerdo que yo fui negro una vez: cuando era pobre".

Cassius Marcellus Clay Junior había nacido en el desgarro de una América en la que lo único peor que ser negro era ser negro y pobre. Los Clay no eran precisamente blancos. Y tampoco les sobraba el dinero.

Su madre era ama de casa. Su padre, pintor de brocha gorda, mujeriego y alcohólico. Y más de una vez el bourbon fue el manager que organizó peleas conyugales entre las doce cuerdas del salón de aquella casa de Louisville, Kentucky.

Pese a la historia de cierta violencia doméstica, Cassius le debía su carrera a un ladrón de bicicletas. La historia es vieja y conocida. Intervienen una recién comprada Schwinn roja y negra, un niño que llora, un policía de buen corazón metido a entrenador y unas escaleras que bajan hacia un gimnasio. Búsquenla si no la conocen porque es tan perfecta que podría habérsela inventado Clint Eastwood.

Así llegó el pequeño Cassius, con doce años, al único deporte al que no se juega.

Como púgil Ali hacía a la perfección todo lo que nunca se debe hacer en boxeo: la guardia en el sótano de su cadera con las manos como dos lastres que parecían tirar de sus brazos hacia abajo, las botas nerviosas como si el ring le ardiese bajo los pies, la barbilla adelante desafiando que llegase el golpe que nunca terminaba de llegar. Porque cuando tú conseguías por fin encajarle el directo a Al, Ali ya no estaba allí, Ali estaba ya en otro sitio, quizá en su casa celebrando el triunfo. Y tú con la cara aplastada contra la lona.

Viendo pelear a Ali cualquiera pensaba que era capaz de bailar El Lago de los Cisnes subido en un bulldozer.

Porque Ali era un peso pluma de 100 kilos. Así que pelear contra él era pelear contra un fantasma que sólo se hacía corpóreo justo cuando el tren de mercancías de su brazo ponía como destino la estación de tu cabeza. Porque en un combate contra Alí te volvías a casa con tanto cuero de sus guantes en tu cara que podías hacerte de recuerdo una maleta de viaje…

Pero Ali era tan grande que no cabía en un cuadrilátero. Había abandonado su nombre de esclavo, se había convertido al Islam. Había reivindicado los derechos de los negros desafiando a la américa blanca y cristiana. Se había negado a ir a Vietnam: “Yo no tengo ningún problema con el vietcong: a mí ningún vietcong me ha llamado nunca negro de mierda”, dijo. Y su crochet impactó brutal en la mandíbula de cristal de la sociedad estadounidense. Conmocionada le retiraron el campeonato, la licencia, el pasaporte y hasta el saludo. Como antes le habían quitado la bicicleta. Y, como cuando era un crío, aquello sólo sirvió para hacerlo grande. Más grande.

Ali, además, hablaba como peleaba. Tenía la boca de un tamaño tal que podría haber sido una alternativa a considerar como sede de una velada al Madison Square Garden. De aquella gruta de locuacidad manó un interminable manantial de modestia: “Soy el más guapo”, dijo. “Soy el más grande”, dijo. “Soy el rey del mundo”, dijo. “Soy el Elvis del boxeo, el Tarzán del boxeo, el Superman del boxeo, el Drácula del boxeo” dijo. “Al golf también soy el mejor. El problema es que todavía no he jugado nunca”, dijo.

Probablemente llevaba razón en todo. Porque Ali era tan grande que sólo le hacen justicia los que exageran sobre él.

Quizá por eso deja media docena de leyendas inventadas, la mayoría de las cuales han terminado siendo verdaderas. Y veintitantas imágenes para la edición de lujo de la enciclopedia de la historia del deporte: la mejor foto de carnet que tuvo nunca Cleveland Williams se la hizo Ali en 1966 con la cámara instantánea de su puño derecho. Y allí quedó el pobre Cleve, posando para la posteridad en un perfecto poema cenital al que Steve McCurry habría sido incapaz de encontrar dónde aplicarle photoshop, por mucho que lo hubiera intentado.

Al menos un par de veces al año yo saco un billete de avión a Kinshasa para el próximo 30 de octubre de 1974.Y cada vez que empiezo a ver ese combate, cada vez, temo y pienso para mí: “hoy no, hoy Ali no va a poder con él, hoy el coloso Foreman lo va a poner a dormir”. Y cada vez, como un milagro, como si fuera la primera vez, como por sorpresa, llega ese octavo asalto que me coge desprevenido. Cuando ya lo doy todo por perdido, Ali, inesperadamente una vez más, escapa de la picadora de carne, abandona el asilo político que había pedido en las cuerdas y manda con acuse de recibo aquella derecha recta contra el hoy viejo George, esboza después el remate, cargando el puño, renunciando a dispararlo, dejando derrumbarse libre al gigante para no manchar la obra de arte de la caída. Y yo casi no me puedo creer que otra vez haya ocurrido.

Porque todo fue tan perfecto en aquella historia que se podría pensar que fue antes el texto de Mailer que la pelea, que los púgiles se limitaron a representar frase por frase la épica de la prosa brillante de “Cuando éramos reyes”.

Al final a Ali lo llevó a la lona el uppercut a cámara lenta del párkinson. Un golpe que ha tardado 32 años en derribarlo. Un golpe que lo dejó flotando como una avispa y picando como una mariposa.

Cualquiera sabe que en el boxeo lo más arriesgado suele ser apartarse del peligro. Ali encaró la enfermedad de frente. Como siempre había hecho.

Y siguió llevando en alto la antorcha de los derechos civiles. Y eso a costa de verlo convertido en un esparrin del destino. A costa de que tuviéramos que ver sus puños perplejos y apretados amortajando los puñetazos que todavía le quedaban dentro. A costa de que tuviéramos que ver torpes aquellos pies que en otros tiempos bailaban versos de rima asonante.

Lo importante ya no era levantarse: era tener estilo al caer.

Y conforme su cuerpo se consumía, recogiéndose sobre sí mismo, su figura seguía creciendo.

Y llegó a ser tan grande como desde un principio él fanfarroneaba que era.

Tres décadas ha durado la cuenta de protección. El 4 de junio el árbitro, Mister Parkinson, llegó al nueve y agitó al aire sus manos. Ali ya no se iba a levantar más. El combate había acabado. El más grande quedaba para siempre sobre la lona. Aunque nunca cayó. Porque perder, nos enseñó, nada tiene que ver con la derrota.