'Conexión Samanta' nos descubre la vida en la frontera de Melilla

cuatro.com 22/03/2013 01:50

En una de las pocas ocasiones en las que se ha permitido la presencia de una cámara de televisión en la vigilancia exterior de la valla, Samanta Villar acompaña a una patrulla de la Guardia Civil mientras vigilan el intento de salto de un grupo de subsaharianos. Allí conoce a Rafael, miembro del Cuerpo y responsable de la Sección de Seguridad Ciudadana de Melilla. Su trabajo consiste en evitar los saltos, que se suelen producir de noche y son registrados por cámaras térmicas, imprescindibles para detectar los movimientos de personas en la oscuridad.

Sólo durante el pasado año saltaron la valla unas 120 personas, aunque el número total de aquéllas que lo intentaron sin éxito podría ser el triple. Se trata de una construcción que dificulta mucho el salto: entre la primera y la segunda línea existe una red de cable de acero pensada para dificultar la movilidad. Sin embargo, quien supera todas esas dificultades y consigue llegar al lado español ya ha conseguido la parte más ardua. Según Rafael, “entra dentro de un proceso de extranjería para ser devuelto a su país, pero el problema es que allí no lo reconocen”. En esas condiciones, el inmigrante ya es teóricamente libre para vivir en España.

En ese momento comienza una nueva etapa llena de problemas para los inmigrantes ilegales. Samanta conoce a Jamal El Ayadi, un joven marroquí que cruzó la valla con solo once años. Ahora acaba de cumplir los 18, y su situación legal aún es ambigua, pero él afirma que quiere ser ciudadano de Melilla y ya está tramitando su documentación, lo que le permitirá estudiar, trabajar y tener derecho a la Seguridad Social, entre otras prestaciones. Jamal quiso cruzar la frontera junto a su familia “para buscar un futuro mejor”, ya que confiesa estar harto de los constantes maltratos a los que les sometía su padre alcohólico. En los siete años que lleva en Melilla, el joven ha pasado por varios centros de acogida. “Íbamos escondidos en un coche para que no nos vieran”, recuerda Jamal de su paso de la frontera para concluir: “La vida que teníamos en Marruecos era muy dura. Aquí puedo optar a otra cosa: una carrera de enfermero, por ejemplo”.

Otras realidades fronterizas

Samanta Villar también se pone en contacto con otras personas que, de algún modo, ven cómo toda su vida se ve afectada irremediablemente por la valla. Es el caso de Miguel, un empresario melillense que ha visto cómo los cambios estructurales efectuados en la frontera durante los últimos años han hecho que su casa se quede al otro lado de la valla, en territorio marroquí. En la actualidad, tiene que pasar por el puesto de control marroquí cada vez que entra o sala de su domicilio. Afirma que las modificaciones se hicieron en plenas vacaciones de verano para evitar la oposición de los vecinos. “La valla, como melillense, me parece un hecho colateral del problema de la inmigración”, sostiene Miguel. “No es nada agradable estar viendo desgracias todos los días, ni salir de paseo y encontrar una doble valla con alambre”.

Otra de las realidades que la periodista conoce de primera mano es el puesto fronterizo. Instalado en una zona de gran conflictividad, es un ejemplo del llamado comercio atípico: bultos de tela que los vendedores, generalmente mujeres, cargan sobre sus espaldas con todo tipo de productos, sobre todo ropa y lencería. Samanta habla también con porteadoras que llevan casi cuarenta años haciendo este cometido, que suele ir seguido de distintas enfermedades. Sin embargo, tal como una de ellas confiesa, prefieren eso a pedir por las calles.

45.000 personas viven de esta actividad comercial en Marruecos, pero las tensiones están a la orden del día: tanto peleas entre vendedores como estampidas cuando se abren las puertas, unos minutos en los que muchas personas se juegan su futuro. De hecho, muchos menores intentan pasar agazapados, aprovechando el tumulto de la apertura de puertas.

Samanta Villar también entra en contacto con otro tipo de comercio que tiene la frontera como centro de operaciones: el tráfico de hachís. De patrulla nocturna con profesionales antidroga, la periodista será testigo de cómo se suelen interceptar bellotas de hachís escondidas en bolsas de la compra para camuflarlas entre productos de consumo cotidiano. Los traficantes suelen, además, echar disolvente por encima para camuflar el olor, pero los agentes aseguran que los perros lo acaban detectando de todos modos.

El paso del Estrecho en patera

El salto no es la única forma de entrar en Melilla desde Marruecos. Hemos visto también la realidad de los cientos de inmigrantes que lo intentan por agua, ya sea nadando o en patera, el tipo de embarcación que suele utilizarse para atravesar el mar embravecido del Estrecho de Gibraltar, 15 kilómetros de corrientes oceánicas en los que confluyen el Mediterráneo y el Océano Atlántico. Es una vía más peligrosa que la valla y también más cara: la tarifa para hacerse un hueco en una patera abarrotada suele estar entre los 1.000 y los 2.000 euros. La reportera comprueba cómo algunos están dispuestos a poner en peligro su vida al esconderse entre los recovecos de los coches, donde se exponen a gases tóxicos.

Finalmente, Samanta ha subido al monte Gurugú, refugio de muchos inmigrantes subsaharianos que aguardan allí su oportunidad de entrar en Melilla.

A este monte subía la periodista con Said Chramti, vicepresidente del Comité de Liberación de Ceuta y Melilla. El objetivo de esta organización está en la recuperación de sus tierras, consideran que la presencia española responde a una ocupación ilegal y luchan por conseguir la independencia. Él será quien avise a Samanta de que todos sus pasos están siendo seguidos muy de cerca por el servicio secreto marroquí, a cuyos agentes Said afirma reconocer ya a simple vista.

Para terminar, Samanta pudo presenciar la contención por parte de la Guardia Civil, mediante disparos al aire, de un grupo de subsaharianos que pretendían cruzar la frontera saltando la verja. Momentos de tensión que Samanta vive en primera persona.