Longevos y precoces

cuatro.com 10/03/2014 09:59

Antes, correr era cosa de pobres; ahora es cosa de viejos. Hay estudios que indican que caemos en las redes del running entorno a los 34 años, aunque no hace falta creérselo. Correr sería el último vicio solitario de muchos adultos maduritos, la estación términi de nuestras adicciones. Lo bueno (o lo malo) es que es un vicio de largo recorrido.

Hay ejemplos asombrosos. El venerable Fauja Singh sigue corriendo a los 101 años. Este indio, afincado en Ilford (Inglaterra) se despidió de los maratones el pasado 24 de febrero en Hong Kong. Dice que ya no está para grandes alardes. Pero, como todo corredor, miente. Aunque se aleje de la competición, confiesa que seguirá trotando cuatro horas diarias. La suya fue una vocación tardía: corrió su primera maratón a los 89 años, así que -mirándolo fríamente- en doce años no ha tenido tiempo de quemarse corriendo.

A Emiel Pauwels -de 95 años- la mayoría lo conocimos por cómo murió y no por las mil medallas que ganó en su larga trayectoria deportiva. Emiel falleció en enero después de que le diagnosticaran un cáncer de estómago. Pero no lo mató el cáncer. Este atleta belga -el más longevo del mundo- acababa de lograr un oro en la Copa del Mundo de veteranos celebrada en Brasil. Durante la competición, no tuvo las mejores sensaciones, luego supo porqué. Los oncólogos le auguraban un buen pronóstico: una operación razonablemente sencilla, 20 días de ingreso hospitalario y a vivir. Pero él no lo veía claro. Vivir, para él, era correr. Y sentía que su carrera deportiva había acabado. Así que -acogiéndose a un derecho regulado en Bélgica- reunió en su casa de Brujas a su familia, abrió las puertas a sus amigos y celebró una fiesta de despedida. La mejor de su vida. Brindó con champán y lo consideró su última "travesura", tal y como contó Lucía Abellán en El País. Detuvo el crono cuando quiso y donde quiso. Prefirió despedirse, antes que vivir como un desconocido.

Si correr es cosa de viejos, ¿qué pasa con los niños? ¿Hay cantera? Los niños de ahora corren poco y mal. Ellos tienen sus propios vicios solitarios, los de siempre y otros nuevos. Los niños del siglo XXI serán muy listos para lo suyo, pero a la hora de correr -salvo excepciones- son unos tarugos. Los datos (¿nos los creemos?) los aporta la Asociación Americana del Corazón, que se ha tomado la molestia de sintetizar 50 estudios elaborados a lo largo y ancho de Estados Unidos durante cuatro décadas. La conclusión es demoledora: los niños de 2014 corren la milla (1.609 metros) 90 segundos más despacio que los niños de hace 39 años. Son, por tanto, un 15% más lentos que en 1975. Podemos añadir que uno de cada cuatro niños españoles padece sobrepeso. El cóctel anticipa una degeneración de la especie que nos aboca hacia un futuro de discapacitados físicos. Un apunte para la esperanza: posiblemente, el problema es que son un poco más vagos. Les falta motivación. Todavía tienen por delante un largo recorrido de adicciones, antes de desembocar en la vía muerta del running. Al llegar a la treintena, cuando la barriga les impida verse los pies, darán el salto y se pondrán a trotar.

Pero hay excepciones. A Anthony Russo le encanta correr. El pasado mes de noviembre, acabó su primera media maratón en dos horas y media No está mal para un niño de cinco años. Repito, cinco años. En realidad, Anthony se apuntó a los 10 kilómetros de Trenton (Nueva Jersey), que ofrecía distintos recorridos. Pero le pasó lo que suele pasar: que una vez que empiezas, te lías. Y una cosa lleva a la otra; y ya que estamos, pues hasta los 15 kilómetros. Y de ahí, a los 21, que ya se ve la meta. Y así cruzó la línea de llegada, donde se abrazó a su padre, orgulloso y emocionado por tener un hijo tan precoz. Al padre no se le borrarían las lágrimas, sobre todo por las denuncias y el revuelo que se armó por permitir que tan tierno retoño se diera semejante paliza. Pero esa es otra historia.

Lo que está claro es que correr, como todos los vicios, debe ser mirado con cautela. Porque se empieza a lo tonto como Anthony, y se acaba como Emiel o el venerable Fauja. O peor aún, como un servidor (El grácil Emile).