Jake LaMotta, Toro Salvaje: Adelante, siempre hacia adelante

Mario Moros (@mimalavida) 23/09/2017 17:59

Dicen que en el boxeo lo más arriesgado suele ser tratar de escapar del peligro. Jake LaMotta lo sabía bien. O eso o es que al motor de sus botas se le había estropeado la palanca de la marcha atrás.

Porque El Toro del Bronx siempre iba hacia adelante. Siempre hacia adelante. Aunque sus pies nerviosos estuvieran acariciando el borde de un precipicio.

Reunió, como si fuera un álbum de cromos, todos los tópicos de aquel boxeo en el que los cuadriláteros tenían doce cuerdas y las peleas se disputaban en un blanco y negro que ayudaba a disimular el rojo de la sangre: padre siciliano, madre judía, infancia dura en el peor Nueva York, correccional, relaciones con la mafia, combates amañados, cárcel, violencia y alcohol. Lo normal.

Jake no era el más técnico, ni el más rápido. Y tampoco era un gran pegador: no tenía mucha dinamita, y la que tenía la guardaba toda en la santabárbara de su gancho de izquierda.

Y con tan escaso crédito nunca perdió un combate por ko de sus casi cien como profesional. En uno, en el 49 contra el francés Marcel Cerdan, se hizo con el título mundial de los medios. En otro, en el 43, fue el primer hombre en derrotar a Sugar Ray Robinson, quizá el mejor boxeador de todos los tiempos.

Con él, con Sugar Ray, peleó tantas veces que quizá les habría salido a cuenta poner un sofácama sobre el ring. Hasta seis veces quedaron para matarse. Porque no se puede definir de otra forma lo que ocurrió entre ellos sobre el cuadrilátero. Sobre todo en aquella pelea celebrada, qué ironía, un 14 de febrero del 51, el día de los enamorados. Y en aquel asalto número trece que debería estar en los libros de Historia junto a la batalla de Waterloo.

Sugar Ray era uno de esos boxeadores de los que no sería exagerar decir que era capaz de tocar, sin desafinar una sola nota, el Nocturno en Mi Bemol de Chopin golpeando un muro con un mazo de demolición. Su boxeo era mezcla perfecta de elegancia y brutalidad, como un búfalo que no desentona tomando el té de las cinco con la Reina de Inglaterra.

Y apesar de aquella moviola de golpes de aquel inolvidable asalto, Ray no consiguió derribar al Toro. Allí quedó para siempre LaMotta, grogui, hecho un guiñapo, pero de pie. De pie sobre el cadalso de las cuerdas con una mueca grotesca que alguno se atrevería a definir como satisfacción, mientras el pobre Isaac Newton se revolvía en su tumba replanteándose sus teorías.

Porque con todo el cuero de sus guantes que Ray le dejó en la cara y en el cuerpo, Jake podría haber tapizado dos sillones orejeros. Y con el sobrante hacer una maleta en la que llevar para siempre consigo su ganada y merecida dignidad como boxeador.

Si a la mayoría de los púgiles se les recuerda por sus victorias, LaMotta es eterno por esa derrota. Como la del viejo Foreman en El Congo. Porque nadie como él salió victorioso de una paliza tal.

Uno imagina que al llegar al vestuario se miró al espejo y no le quedó más remedio que presentarse a aquel perfecto desconocido que era su propio reflejo: “Hola, qué tal, me llamo Giacobbe. Pero todos me llaman Jake”.

Nada nuevo, de cualquier forma. Viendo el estado en el que acababa cualquiera de sus combates nadie habría podido deducir si había perdido o ganado la pelea. Porque LaMotta salía del ring en mucho peor estado en el que el contrincante al que, si era el caso, acababa de ganar.

Y por si fuera poco el castigo que Sugar le infligió aquella noche, aún le guardaba uno más cruel: Ejerció de padrino, unos años más tarde, de la sexta boda de Jake.

“He peleado tantas veces con Sugar (azúcar, en inglés)”, dijo entonces, “que es un puro milagro que no haya acabado diabético”.

Tres años después, en el 54, colgó los guantes. Y la vida le obligó a volver a demostrar su capacidad de encaje: Abrió un club nocturno, ejerció de monologuista, fue acusado de corrupción de menores, pasó una temporada a la sombra, se le mataron dos hijos y todo su dinero se redujo a unos pavos guardados en unos zapatos viejos. Lo normal.

Hasta que en el año 80 llegó la película de Scorsese en la que LaMotta interpreta a Robert de Niro. O fue al revés. La que le hizo inmortal. La que le mostraba brutal, la que recuperó la frase intuida entre dientes, si es que le quedaba alguno, pronunciada desde las cuerdas aquella velada del 51: “Nunca me has derribado, Ray, nunca me has derribado”.

Cuentan que la cinta no le gustó nada, que no se reconoció en aquel personaje en el estreno. “Yo no era así”, le dijo contrariado a la salida a su exmujer. “Claro que no, Jake, claro que no”, le concedió por un instante ella. “Tú eras mucho peor”.

Jake LaMotta perdió esta semana su última pelea frente a ese adversario que termina ganando todos sus combates. Pero, con 95 años, sólo se puede decir que la muerte, como mucho, le ha derrotado a los puntos. Yo lo quiero imaginar en mitad del túnel, camino de la luz blanca, gritándole desafiante a la parca: “Nunca me has derribado, Muerte, nunca me has derribado”. Y caminando decidido hacia adelante. Adelante. Siempre hacia adelante.