Los antiguos manicomios del siglo XVII contenían, bajo tierra, unas salas en las que encerraban a aquellos que habían perdido la razón por encima de los demás desordenados mentales. El reo, en ocasiones acusado de brujería, era recluido en celdas amplias donde se le colocaba una pesadísima máscara de hierro, en ocasiones sin orificio para los ojos, que ocasionaba heridas tortuosas en todo aquel que las portaba.